palavras de ursa

Tuesday, October 12, 2010

Hay un dia feliz

Nicanor Parra-Hay un día feliz
A recorrer me dediqué esta tarde

las solitarias calles de mi aldea

acompañado por el buen crepúsculo

que es el único amigo que me queda.

Todo está como entonces, el otoño

y su difusa lámpara de niebla,

sólo que el tiempo lo ha invadido todo

con su pálido manto de tristeza.

Nunca pensé, creédmelo, un instante

volver a ver esta querida tierra,

pero ahora que he vuelto no comprendo

cómo pude alejarme de su puerta.

Nada ha cambiado, ni sus casas blancas

ni sus viejos portones de madera.

Todo está en su lugar; las golondrinas

en la torre más alta de la iglesia;

el caracol en el jardín; y el musgo

en las húmedas manos de las piedras.

No se puede dudar, este es el reino

del cielo azul y de las hojas secas

en donde todo y cada cosa tiene

su singular y plácida leyenda:

hasta en la propia sombra reconozco

la mirada celeste de mi abuela.

Estos fueron los hechos memorables

que presenció mi juventud primera,

el correo en la esquina de la plaza

y la humedad en las murallas viejas.

¡Buena cosa, Dios mío!, nunca sabe

uno apreciar la dicha verdadera,

cuando la imaginamos más lejana

es justamente cuando está más cerca.

Ay de mí, ¡ay de mí!, algo me dice

que la vida no es más que una quimera;

una ilusión, un sueño sin orillas,

una pequeña nube pasajera.

Vamos por partes, no sé bien qué digo,

la emoción se me sube a la cabeza.

Como ya era la hora del silencio

cuando emprendí mi singular empresa

una tras otra, en oleaje mudo,

al establo volvían las ovejas.

Las saludé personalmente a todas

y cuando estuve frente a la arboleda

que alimenta el oído del viajero

con su inefable música secreta

recordé el mar y enumeré las hojas

en homenaje a mis hermanas muertas.

Perfectamente bien. Seguí mi viaje

como quien de la vida nada espera.

Pasé frente a la rueda del molino,

me detuve delante de una tienda:

el olor del café siempre es el mismo,

siempre la misma luna en mi cabeza;

entre el río de entonces y el de ahora

no distingo ninguna diferencia.

Lo reconozco bien, éste es el árbol

que mi padre plantó frente a la puerta

(ilustre padre que en sus buenos tiempos

fuera mejor que una ventana abierta).

Yo me atrevo a afirmar que su conducta

era un trasunto fiel de la Edad Media

cuando el perro dormía dulcemente

bajo el ángulo recto de una estrella.

A estas alturas siento que me envuelve

el delicado olor de las violetas

que mi amorosa madre cultivaba

para curar la tos y la tristeza.

Cuánto tiempo ha pasado desde entonces

no podría decirlo con certeza;

todo está igual, seguramente,

el vino y el ruiseñor encima de la mesa,

mis hermanos menores a esta hora

deben venir de vuelta de la escuela:

¡sólo que el tiempo lo ha borrado todo

como una blanca tempestad de arena!

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