Amamos tanto a Cuba
Amamos tanto a Cuba La bestialidad tiene un no se sabe qué para las gentes pusilánimes. Solo el franquismo amó a Castro más que el PSOE
FELIPE González en el Tropicana. No recuerdo con exactitud el año. Todo cuanto con Cuba se relaciona parece intemporal en este país nuestro. Recuerdo, sí, las tremendas mulatas, todas de lentejuela y floripondio. Y el Comandante —aún no coma andante—, enorme puro en mano, y, junto a él, el otro, casi tan carcajeante como el dictador que iba a proveerlo, a partir de ese día, de sus enormes puros solidarios. Corrían otros tiempos. La corrección política no había impuesto abstinencia a los fumadores, ni resultaba machista echarle mano a un par de mulatazas, al alimón con el último Tirano Banderas, en fraternal campechanía: cosas de machos, y a los maricas de los campos de reeducación castritas que les fueran dando; ya se sabe, vicios burgueses contra el proletariado, que decía el papaíto Stalin. Y que vengan Cohíbas, y que vengan mulatas hipermásticas, y que éste sea un mundo más de hombres, hombres, hombres, que aquel que cantaba el descomunal James Brown en los sesenta.
La señora Jiménez, supongo que no estaba. Supongo. Ni lo sé ni me importa. Pero hubiera sido sublime verla acompañar a ambos caciques y a su pretoriana guardia de chicas demasiado vistosas. Es lo mismo. Nadie va a comparecer ahora puro en mano, ni vedette del Tropicana a tiro. Esas cosas no se llevan, y la política postmoderna, ya se sabe, es un subgénero de la moda. Efímera, y vistosa, y fotogénica, y previsible: un espejo sobre el cual vea el ciudadano medio, no imagen real alguna; sí, la bien maquillada proyección de sus deseos. Fallidos. Ni tabaco, ni chicas apabullantes.
Trinidad Jiménez no se ha ido a La Habana. La Habana no mola ya, más que para los rijosos tristes. Jiménez se fue a Bruselas, para hacerle el trabajo sucio a lo legítimos herederos del póstumo cuya omnipotencia vela paternalmente sobre La Habana. Buscando hacer verdad lo inverosímil: que, por extraña mutación, el régimen de los hermanos Castro se haya transubstanciado en democracia. «La posición común» frente a la dictadura, ha dicho, «quedó superada» por los notables avances de la democracia en la isla. Como si una dictadura pudiera avanzar en democracia sin suicidarse con su Gran Hermano a la cabeza. Pero en Cuba no hay riesgo de detectarle al Gran Hermano tendencias que no sean las de una tozuda perseverancia en su vocación de Padre Eterno. A cuyo culto todos son sacrificados.
Nada cambia. O sí: cambia la fotogenia. Machos, puro y mulata ya no venden. Ya no hay Tropicana, ni compadreo exhibicionista con el déspota. Todo ha de suceder ahora en la elegante discreción de los recónditos gabinetes de Bruselas. Nada de salsa. Hilo musical, si acaso: convencional y hortera, como conviene a esa fauna de nuevos ricos que deciden sobre nuestras vidas y sobre las de quienes se pudren en las cárceles cubanas, en la cárcel colectiva que es la isla. Todo ha cambiado. Todo es tan idéntico: la misma fascinación, aquí, por un rancio dictador apolillado. La bestialidad tiene un no se sabe qué de seductor para las gentes pusilánimes. Y para los políticos. Solo el franquismo amó a Castro más que el PSOE. Pero el cieno es el mismo, igual la sangre. No importa. Lo que importa a esta gente es sólo que no les salpique la ropa.
Tirado daqui.
FELIPE González en el Tropicana. No recuerdo con exactitud el año. Todo cuanto con Cuba se relaciona parece intemporal en este país nuestro. Recuerdo, sí, las tremendas mulatas, todas de lentejuela y floripondio. Y el Comandante —aún no coma andante—, enorme puro en mano, y, junto a él, el otro, casi tan carcajeante como el dictador que iba a proveerlo, a partir de ese día, de sus enormes puros solidarios. Corrían otros tiempos. La corrección política no había impuesto abstinencia a los fumadores, ni resultaba machista echarle mano a un par de mulatazas, al alimón con el último Tirano Banderas, en fraternal campechanía: cosas de machos, y a los maricas de los campos de reeducación castritas que les fueran dando; ya se sabe, vicios burgueses contra el proletariado, que decía el papaíto Stalin. Y que vengan Cohíbas, y que vengan mulatas hipermásticas, y que éste sea un mundo más de hombres, hombres, hombres, que aquel que cantaba el descomunal James Brown en los sesenta.
La señora Jiménez, supongo que no estaba. Supongo. Ni lo sé ni me importa. Pero hubiera sido sublime verla acompañar a ambos caciques y a su pretoriana guardia de chicas demasiado vistosas. Es lo mismo. Nadie va a comparecer ahora puro en mano, ni vedette del Tropicana a tiro. Esas cosas no se llevan, y la política postmoderna, ya se sabe, es un subgénero de la moda. Efímera, y vistosa, y fotogénica, y previsible: un espejo sobre el cual vea el ciudadano medio, no imagen real alguna; sí, la bien maquillada proyección de sus deseos. Fallidos. Ni tabaco, ni chicas apabullantes.
Trinidad Jiménez no se ha ido a La Habana. La Habana no mola ya, más que para los rijosos tristes. Jiménez se fue a Bruselas, para hacerle el trabajo sucio a lo legítimos herederos del póstumo cuya omnipotencia vela paternalmente sobre La Habana. Buscando hacer verdad lo inverosímil: que, por extraña mutación, el régimen de los hermanos Castro se haya transubstanciado en democracia. «La posición común» frente a la dictadura, ha dicho, «quedó superada» por los notables avances de la democracia en la isla. Como si una dictadura pudiera avanzar en democracia sin suicidarse con su Gran Hermano a la cabeza. Pero en Cuba no hay riesgo de detectarle al Gran Hermano tendencias que no sean las de una tozuda perseverancia en su vocación de Padre Eterno. A cuyo culto todos son sacrificados.
Nada cambia. O sí: cambia la fotogenia. Machos, puro y mulata ya no venden. Ya no hay Tropicana, ni compadreo exhibicionista con el déspota. Todo ha de suceder ahora en la elegante discreción de los recónditos gabinetes de Bruselas. Nada de salsa. Hilo musical, si acaso: convencional y hortera, como conviene a esa fauna de nuevos ricos que deciden sobre nuestras vidas y sobre las de quienes se pudren en las cárceles cubanas, en la cárcel colectiva que es la isla. Todo ha cambiado. Todo es tan idéntico: la misma fascinación, aquí, por un rancio dictador apolillado. La bestialidad tiene un no se sabe qué de seductor para las gentes pusilánimes. Y para los políticos. Solo el franquismo amó a Castro más que el PSOE. Pero el cieno es el mismo, igual la sangre. No importa. Lo que importa a esta gente es sólo que no les salpique la ropa.
Tirado daqui.
0 Comments:
Post a Comment
<< Home