Só e calado
LEOPOLDO LUGONES-EL CANTO DE LA ANGUSTIA
Yo andaba solo y callado
porque tú te hallabas lejos;
y aquella noche
te estaba escribiendo,
cuando por la casa desolada
arrastró el horror su trapo siniestro.
Brotó la idea ciertamente,
de los sombríos objetos:
el piano,
el tintero,
la borra de café en la taza.
Y mi traje negro.
Sutil como las alas del perfume
vino tu recuerdo.
Tus ojos de jóven cordial y triste,
tus cabellos,
como un largo y suave pájaro
de silencio
(Los cabellos que resisten a la muerte
con la vida de la seda, en tanto misterio).
Tu boca
donde suspira
la sombra interior habitada por los sueños.
La garganta
donde veo
palpitar como un sollozo de sangre
la lenta vida en que te meces durmiendo.
Un vientecillo desolado,
más que soplar, titiritaba en soplo ligero.
Y entre tanto,
el silencio,
como una blanda y suspirante lluvia
caía lento.
Caía de la inmensidad
inmemorial y eterno.
Adivínase afuera
un cielo,
peor que oscuro;
un angustioso cielo ceniciento.
Y de pronto, desde la puerta cerrada
me dió en la nuca un soplo trémulo.
Y conocí que era la cosa mala
de las casas solas y miré en blanco trecho,
diciéndome: "Es una absurda
superstición, un ridículo miedo".
Y miré la pared impávida,
y noté que afuera había parado el viento.
¡Oh aquel desamparo exterior y enorme
del silencio!
Aquel egoísmo de puertas cerradas
que sentía en todo el pueblo.
Solamente no me atrevía
a mirar hacia atrás, aunque estaba cierto
de que no había nadie; pero nunca
¡oh nunca, habría mirado de miedo!
Del miedo horroroso
de quedarme muerto.
Poco a poco, en vegetante
pululación de escalofrío eléctrico,
erizáronse de mi cabeza
los cabellos,
uno a uno los sentía,
y aquella vida extraña era otro tormento.
Y contemplaba mis manos
sobre la mesa, qué extraordinarios miembros;
mis manos tan pálidas,
manos de muerto.
Y noté que no sentía
mi corazón desde hacía mucho tiempo.
Y sentí que te perdía para siempre,
con la horrible certidumbre de estar despierto.
Y grité tu nombre
con un grito interno,
con una voz extraña
que no era la mía y que estaba muy lejos.
Y entonces aquel grito
sentí que mi corazón muy adentro,
como un racimo de lágrimas,
se deshacía en llanto benéfico.
Y que era un dolor de tu ausencia
lo que había soñado despierto.
Yo andaba solo y callado
porque tú te hallabas lejos;
y aquella noche
te estaba escribiendo,
cuando por la casa desolada
arrastró el horror su trapo siniestro.
Brotó la idea ciertamente,
de los sombríos objetos:
el piano,
el tintero,
la borra de café en la taza.
Y mi traje negro.
Sutil como las alas del perfume
vino tu recuerdo.
Tus ojos de jóven cordial y triste,
tus cabellos,
como un largo y suave pájaro
de silencio
(Los cabellos que resisten a la muerte
con la vida de la seda, en tanto misterio).
Tu boca
donde suspira
la sombra interior habitada por los sueños.
La garganta
donde veo
palpitar como un sollozo de sangre
la lenta vida en que te meces durmiendo.
Un vientecillo desolado,
más que soplar, titiritaba en soplo ligero.
Y entre tanto,
el silencio,
como una blanda y suspirante lluvia
caía lento.
Caía de la inmensidad
inmemorial y eterno.
Adivínase afuera
un cielo,
peor que oscuro;
un angustioso cielo ceniciento.
Y de pronto, desde la puerta cerrada
me dió en la nuca un soplo trémulo.
Y conocí que era la cosa mala
de las casas solas y miré en blanco trecho,
diciéndome: "Es una absurda
superstición, un ridículo miedo".
Y miré la pared impávida,
y noté que afuera había parado el viento.
¡Oh aquel desamparo exterior y enorme
del silencio!
Aquel egoísmo de puertas cerradas
que sentía en todo el pueblo.
Solamente no me atrevía
a mirar hacia atrás, aunque estaba cierto
de que no había nadie; pero nunca
¡oh nunca, habría mirado de miedo!
Del miedo horroroso
de quedarme muerto.
Poco a poco, en vegetante
pululación de escalofrío eléctrico,
erizáronse de mi cabeza
los cabellos,
uno a uno los sentía,
y aquella vida extraña era otro tormento.
Y contemplaba mis manos
sobre la mesa, qué extraordinarios miembros;
mis manos tan pálidas,
manos de muerto.
Y noté que no sentía
mi corazón desde hacía mucho tiempo.
Y sentí que te perdía para siempre,
con la horrible certidumbre de estar despierto.
Y grité tu nombre
con un grito interno,
con una voz extraña
que no era la mía y que estaba muy lejos.
Y entonces aquel grito
sentí que mi corazón muy adentro,
como un racimo de lágrimas,
se deshacía en llanto benéfico.
Y que era un dolor de tu ausencia
lo que había soñado despierto.
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